miércoles, 14 de agosto de 2013

Una madre

A los gritos y peleas. Algunas cosas así tenían que ser porque los diálogos con los padres eran imposibles.

Un día que no dormí en la casa encontré a mi mamá llorando, cuál es el problema, dije, el problema es que eres mujer, ese es el problema. Entonces me negué a hablar, para qué si al final era irreconciliable su ser mujer con mi ser mujer.

Yo era tan mojigata, que si me hubieran conocido tantito sabrían que en la escuela me habían asustado lo suficiente para que el cinturón de castidad fuera totalmente prescindible, era mi miedo absurdo el mejor anticonceptivo. Por lo menos hasta cierta edad.

No sé si fue necedad, ignorancia del monstruito que crearon o apego a las costumbres guadalupanas la actitud de mis padres, pero me alegra haber sido tan desobediente. Es inevitable sonreír cuando recuerdo mis escapes nocturnos por la ventana o la récamara cerrada todo el día escondiendo a mi novio. Aunque también hubo, a montones y por años, lágrimas.

Lo que me hacía sufrir era la pelea constante por defender lo que yo era, nomás quería ser yo y eso lo tenía que defender a diario, peleando contra los seres que más había querido. Siempre quise tener a alguien mayor que me dijera que yo era una joven maravillosa, porque a la luz de los años me sigue pareciendo que lo era.

Alejandra no era mayor, pero me dijo una de las cosas más bonitas de mi vida: si tuviera una hija me gustaría que fuera como tú.

¿Cómo yo? Y pensé en mis padres. Yo era la peor de sus hijas. Pero esa muchacha, mi amiga, me dio las palabras que más falta me hacían en esos momentos.


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