domingo, 26 de mayo de 2013

Las manos

Sus manos eran grandes y fuertes, con dedos largos y delgados. Tenía una fina capa de vellos que le recordaban las manos de su padre.

No se supone que sean así las manos de mujer. Pero era una mujer hermosa con manos grandes.

Las levantaba al cielo, para cortar el agua y acariciar. Las usaba también para escribir y desnudar a ese hombre que tenía las manos más grandes que ella.

Al salir del baño el espejo le recordaba su diferencia. Nunca había visto un cuerpo como el suyo, ese espacio en el que amanecía. Ese lugar enigmático y cotidiano.

Lo vería envejecer, así como lo había visto crecer y detenerse, capaz de grandes hazañas, cansado, bailador y titubeante ante la primera mirada en su desnudez.

Era suyo, lo había ido formando con palabras, rechazos, desesperación y pasiones. Los espejos no abundaban en su casa, pero esas manos le ayudaban a revelar los pliegues, las caídas, los labios.

La niña

Esa niña soñaba con el día que crecería su pajarito. Lo imaginaba y comunicaba a los padres su deseo. Entre el agobio, la risa y la impotencia, ellos no atinaban a decirle que aquello era imposible.

Con los años, ella misma aceptó la ausencia física. Usó faldas,  se maquilló, tuvo novios.

 Mas el deseo se hizo un lugar en su cabeza y amó a otras mujeres. Para aquello, pese a la opinión mayoritaria de los hombres, no se necesitaba el pájaro ese.

 Bastaba, al menos para ella, su cuerpo de mujer.



sábado, 25 de mayo de 2013

La cobardía

Sentir la vida como si no tuviera que doler, hacerse la ilusión de lo no espantoso.
Hoy pienso en la vida gastada de una persona que amo. Y siento como nunca antes la presencia del tiempo. Apenas comienza ese adiós anunciado y me pregunto cómo un corazón puede prepararse para tanta perdida. 

Cómo puede uno despedirse de lo cotidiano, de la casa, la calle, la comida. Digo eso para no hablar de las personas, esa también es una mala broma. Uno sueña y en el sueño quisiera no inventarse despedidas, quisiera ese día en el que el amor del otro llenó un instante.

Y pese a todo algunos ancianos parecen vivir, al final uno se acostumbra a cargar con el corazón magullado.

lunes, 6 de mayo de 2013

La más triste

Estuve a punto de hacerlos llorar con la entrada más triste de este blog. Hace una semana perdí a mi perro. Hay cosas que a nadie conté de esos momentos.

Escuché a don Toño llamando a Roko, de pronto sentí una punzada en el estómago, ¿por qué lo llamaba?, ¿estaba o no cuando bajé a cerrar la puerta?

Me llevó unos minutos armarme de valor y salir a confirmar que no estaba. En esos minutos era como una broma, una broma manchada, recuerdo que me decía a mi misma frases tranquilizadoras frente a la posibilidad de que Roko no estuviera. Era como evitar vivir aquello, sin éxito. Sabía que sería devastador.

Cuando salí, la pregunta de don Toño me confirmo lo peor. No estaba. Me metí a la pesadilla, salí como embrujada de la casa, y nada había salvo la búsqueda del cuerpo miel y blanco. En realidad, todo estaba menos eso.

Es curiosa esa sensación de rechazo, aquello no podía pasar, ese animal tan mío, no podía simplemente irse, eso no encajaba en su vida que imaginé a lado mío por muchos años. En esos primeros minutos no había lágrimas. Las encontraría después a montones, al ver su mono de peluche, la pelota mordisqueada y sus trastes de comida, vendrían cuando tuviera algo de comer entre las manos y él no estuviera para dárselo. Vendría en los paseos que soñé tanto tiempo y compartí sólo con él y mis sobrinos.

No sabíamos hasta que punto ese perro llenaba la casa, hasta que no estuvo. En la noche, como lloronas, silvamos por la calle, imaginando a Roko en cada ladrido, escondido en todas las casas. Los sueños se me poblaron de Rokos que venían a mi, eran gotas de alivio, volvía a abrazarlo, hasta que despertaba.

Aquello era una devastación. Algo físico. Al subir las escaleras, el agua o la sangre o alguna cosa mía desconocida, me bajaba por los brazos. Ya no está y quizá no estará más.

No creo en Dios, pero admito que encomendarme a él hubiera sido consolador en esos tres días.

Escribo esto porque Roko duerme al lado de mi puerta, ahora mismo lo veo. Y no puedo describir la alegría, porque no es aquella en la que uno da de brincos, es tranquila, apenas se percibe y sin embargo es inmensa. Es la dosis de permanente felicidad que me da él por acompañar mi vida, es lo cotidiano. Y ahora sé que ese perro no es mío, soy yo la que lo necesita y agradezco los días de su vida que me comparte.