domingo, 25 de septiembre de 2011

El cansancio que nos hace bien

Tengo un cansancio que me hace bien.
Todavía es domingo y ya saben, o tal vez no, que tengo una relación complicada con estos días. Pero hoy es distinto.
Me levanté con ganas de escuchar lo que pasa afuera de mi casa, y tuve uno de esos flechazos, me vi haciendo lo que en la adolescencia pensaba que iba a ser (y hacer). Momentos raros en los que te complaces casi completamente, como si te vieras de lejos y pensaras que quieres ser ella, hacer lo que ella hace, sentir eso y así.

Desde hace una hora digo que me voy a dormir, porque al final del sueño me espera el ruido de las mañanas y se que debo sincronizar mi sueño y aprovechar este silencio, pero no puedo, es como si algo dentro no se apagara.

Para explicar el cansancio que hace bien, lo puedo comparar con subir y bajar una montaña: sentir el peso de la mochila y el cuerpo con sabor a sal, las piernas adoloridas y fortalecidas, los paisajes y las caras de los amigos, sonriendo y cansados, la mirada que no alcanza a creer que ese día recorrió tanta tierra, pasito tras pasito. Más o menos así me siento.

Si han sentido el ascotedio que provoca estar horas frente al televisor, piensen que el cansancio que hace bien es exactamente lo contrario. Y sin embargo, para cerrar el día y guardarlo como ejemplo, sólo me haces falta tú, con tu abrazo y tus piernas.

martes, 20 de septiembre de 2011

Doña Ezpeleta

A veces pese a la farsa que representa la escuela, algo se aprende.
Una se topa con maestras de vida "fresca" a sus setenta años.
La institución no logra domarlas del todo y el SNI no consigue enlodarles
las ideas ni pudrirles la creatividad; sus escritos no son rompecabezas
en constante acomodo para conseguir la cuota de publicación.

Son pocas, pero existen, las maestras que se logran quitar la máscara por un momento
y te dejan ver sus arrugas, el trabajo de toda su vida, sus utopías remendadas.

Y ese contacto te hace reconocer o recordar que el papel del maestro siempre ha sido otro
que va más allá del tufo intelectual y sórdido. Parece que consiste sobre todo en enseñarnos
algo de la vida.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Alcohol

Eran los primeros días de huelga; uno trataba de "hacer bien" las cosas, desde limpiar la brigada, hasta (lo más difícil) escuchar a los compañeros. Por la noche nos reunimos, discutimos algunas cosas sobre la asamblea general, luego Octavio comenzó a hablar del frío en las madrugadas y la necesidad de alcohol, un trago, sólo un poco. Los malabares que uno hace por existir a esa edad, con esos sueños. Según yo, votamos porque no se consumiera alcohol, acuerdo que no se cumplió, como no se cumplieron tantos otros que transgredían esa especie de ética que desde nuestra casa o con los amigos o de no sé dónde nos íbamos inventando.

El saber era cualitativamente distinto, la artificialidad a la que muchos nos acostumbramos tras tantos años de escuela perdía fuerza, y esa perdida de referentes nos descoloco en la familia y las otras relaciones que, cuando uno las mira bien, resultan análogas a la familia (hasta que uno consigue, si acaso lo consigue, descolocarse de eso).

La relación con el saber se volvió tersa: la música, los autores, los poemas, la historia, importaba conocer lo que la escuela jamás nos hubiera podido enseñar.

Ese tiempo nos enseño tanto, a mí más que todos los años de escuela y de calle, lo siento, voy a sonar mamona pero sólo los que consiguen rasgar su vida cotidiana a lado de otros, en colectivo, pueden vislumbrar la posibilidad de mundos, y sin duda, estos mundos no son infalibles pero son otros.

Nos transformamos irremediablemente, luego fue el caos y la rabia, ese rasguño a la realidad lo pagamos y ni siquiera lo digo por la cárcel y la frustración, sino porque a través del tiempo, las creencias se rompen...