lunes, 9 de junio de 2014

El taller

El taller de mi papá olía a  madera.

Ahí todo cortaba, incluso mi voz, no podía interrumpir el trabajo de los hombres, ellos parecían otros cuando tomaban el taladro, median y serruchaban la madera.
Contrastaba el aserrín que yo juntaba para hacer pasteles, ahora que lo pienso ellos y yo tomábamos la naturaleza de los objetos, supongo entonces que la madera debe ser sería y concentrada, incluso gruñona; el aserrín es un material de juego, de resane, no tiene nada que perder, puede ser polvito o convertirse en un pastel sustituto de la arena y la tierra.
Me sentía como una carpintera…no es cierto, ya dije que yo era como el aserrín de la madera, la hijita de un carpintero. Eso era cuando estaba en el taller, en los otros momentos era la hija de una especie de ogro,  un maestro, un sacerdote, un fanático religioso, un socialista o un guadalupano, había tantas abril como papás.
En ese lugar lijaba maderitas que eran los muebles de mis muñecas o jugaba con el resistol, me mareaba con el olor del barniz y me aprendía los nombres de la herramienta.
Era bonito estar en el taller viendo trabajar a mi papá y a mis hermanos, Marco siempre estaba entretenido y cantaba o silbaba, se ponía un lápiz en la oreja y hacía trazos de los muebles en la madera. A veces yo también me ponía un lápiz imitando a mi hermano, pero siempre se me caía.
Desde entonces me ha gustado ver a los hombres trabajando. Aunque el taller y esos hombres ya no existan. Aunque siempre sean otros y qué bueno, los hombres que hoy veo.



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